Primero, quiero agradecer a todos los compañeros organizadores por la invitación, para mí es un gusto volver a estar en esta facultad.
La seguridad, en una sociedad democrática, es un derecho de todos. Un derecho que incluye un trabajo estable, una vivienda propia, educación y atención médica eficiente y gratuita, un futuro para los jóvenes, y, por supuesto, la tranquilidad para disfrutar de ese bienestar y del tiempo libre. Esa seguridad, que la sociedad argentina conoció en buena medida en épocas pasadas, ha sido poco menos que arrasada en los últimos cuarenta años.
Su versión en negativo, sin embargo, la llamada in-seguridad, parece referirse solamente al miedo a ser víctima de delitos contra la integridad física y la propiedad. Naturalmente, la protección por parte del Estado contra esos riesgos, inevitables, en mayor o menor proporción, en todas las sociedades, forma parte del derecho a la seguridad a que me refería antes. Pero no la agota en absoluto.
Los grandes medios de comunicación de masas sostienen en su discurso ese modelo de inseguridad, que agitan todo el tiempo, interesadamente. Los medios, y muchos dirigentes políticos, irresponsables y sin escrúpulos. Todos quieren sacar partido del miedo que ellos mismos generan. Algunos, con meros fines electorales. Otros, porque saben que los ciudadanos asustados están más propensos a delegar cada vez más facultades en aquellos que falazmente se ofrecen para protegerlos del mal. Esa construcción de la inseguridad es, creo, la primera contribución a la violencia institucional.
Las estadísticas internacionales revelan con claridad que el problema del delito no es en nuestro país más grave que en la mayoría de los demás países de la región. Más aun, es menos grave. Pero no es la verdad lo que les importa a los propagandistas del miedo. De cualquier manera, hay que admitirlo, el problema existe, y el reclamo de vastos sectores de la sociedad es legítimo.
Lo que no es legítimo son las soluciones que propone el griterío de los actores que hemos señalado. Y tampoco es legítimo que finjan desconocer que si los factores que generan la expansión del delito son múltiples, el alto grado de desigualdad es reconocido como central por la totalidad de los criminólogos. Vale la pena decir que el concepto de desigualdad tampoco se agota en la pobreza, aunque la incluya. Se trata más bien de la dualización de la sociedad. En otras palabras, de la cruel convivencia entre la ostentación de lo que unos tienen de sobra, y la más elemental necesidad que padecen otros.
Lejos de dejarse amedrentar por la realidad, los activistas de la inseguridad pregonan, desde hace años, la necesidad de agravar las penas previstas por la ley, y el recorte de los derechos y garantías de las personas. Ya está suficientemente demostrado, no obstante, que el aumento de las penas no actúa como disuasivo, y en cualquier caso la ley se aplica después de que se ha cometido el delito, así que el castigo no sirve para evitarlo.
Todo ello no significa, de todos modos, que el aumento arbitrario de las penas no cumpla ninguna función. Claro que la cumple. Cumple una función de control social de los que menos tienen por parte de los que tienen más. Hace muchos años Alfredo Palacios advertía que el Código Penal solo se les aplica a los pobres. Más recientemente, el ministro de la Corte Suprema Eugenio Zaffaroni ha dicho que cada sistema penal se dirige a determinado enemigo, y que el enemigo en la Argentina son los jóvenes pobres. A ellos se quiere controlar. Y en efecto, son jóvenes y pobres la mayor parte de quienes pueblan las cárceles. Es con ellos que se desquita el miedo que ha sido generado por la agitación mediática de la inseguridad.
Suele proponerse, entonces, la mano dura de las fuerzas paradójicamente llamadas de Seguridad, y con ello se estimulan el abuso de poder, el gatillo fácil, los crímenes de represores armados contra ciudadanos y adolescentes indefensos. Crímenes que de ningún modo se justificarían si fueran cometidos contra culpables de graves delitos, pero que resultan particularmente horribles en la medida en que terminan con la vida de aquellos inocentes a los que las policías deberían precisamente proteger.
Los apóstoles de la mano dura, del meter bala a los delincuentes, quieren hacer retroceder la democracia hasta la negra época en la que las fuerzas de seguridad, militarizadas, participaban del gigantesco operativo de secuestro, tortura y desaparición del que fue víctima nuestro pueblo. A veces lo consiguen. Desde la restitución de las instituciones democráticas, miles de chicos, esos chicos pobres y carentes de protección para sus derechos a los que ya nos hemos referido, han sido asesinados, o, en el mejor de los casos, injustamente encarcelados por agentes de esas fuerzas, dotadas de una impunidad muy pocas veces vulnerada. La terrible historia de Luciano Arruga ha vuelto a sacudirnos recientemente.
De modo que no solo no se trata de aumentar las facultades y aun la discrecionalidad de las fuerzas policiales, sino, por el contrario, de subordinarlas realmente a los procedimientos democráticos. Esas fuerzas completan el cuadro de la violencia institucional: miedo, identificación de los presuntos culpables de ese miedo, y agentes del estado que acosan al enemigo elegido.
La reforma policial es una tarea, no por difícil menos necesaria, que nuestra democracia adeuda a la sociedad. En el estado en que se encuentran, no hay fuerza policial en el país que no forme parte del problema en lugar de formar parte de la solución. Las rebeliones del verano pasado exhibieron el espectáculo vergonzoso de corporaciones armadas que abandonaban impúdicamente sus obligaciones para plantear sus reclamos sectoriales con las armas en la mano, en un intolerable y peligroso acto de chantaje.
Pero esa reforma, está claro, debería formar parte de un plan integral de Seguridad que incluyera respuestas para el concepto de inseguridad restringido, sin dejar de apuntar a la cuestión de fondo. La respuesta de fondo a la cuestión de fondo, debe ser entonces un conjunto de políticas de Estado que tenga como ejes la inclusión y la drástica reducción de la desigualdad, tanto como la creación de los más amplios mecanismos de participación colectiva en la discusión acerca de los problemas y en la búsqueda de soluciones. De lo contrario, la respuesta dominante no será otra que el aumento de la violencia institucional.
Nuevamente muchas gracias
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