viernes, 16 de agosto de 2013

REVISTA CARAS Y CARETAS: Constitución viva, o letra muerta

Las constituciones no son declaraciones abstractas, sino mandatos imperativos. Ferdinand Lassalle escribió a mediados del siglo XIX, un momento en el que la organización de los estados estaba en el centro de la reflexión política, que ellas deben reflejar la realidad de las relaciones de poder existente en un país, y que si no ocurre así son letra muerta.
En tal sentido, no me parece razonable que la parte dogmática de nuestra Constitución, a excepción del agregado del artículo 14 bis, se mantenga inalterable desde 1853. No solo porque la Argentina del siglo XXI nada tiene que ver con la de hace más de ciento cincuenta años, sino porque desde su sanción por los grupos dominantes de la época ha sido un límite de hierro cada vez que se pretendió avanzar sobre los privilegios y las desigualdades.
Durante un proceso de cambios políticos y sociales avalado por las mayorías, una constitución que no se adapta a esos cambios queda por detrás de la historia que ella misma debe ordenar desde el punto de vista jurídico. No consagrar los nuevos derechos, o mantener para el estado una estructura que fue válida cuando se la redactó y se la sancionó, pero no ahora, la convierte en un instrumento anacrónico.
Por eso soy partidario de que las múltiples reformas legislativas que se produjeron en nuestro país desde el 2003 en adelante se reflejen en nuestro ordenamiento institucional básico, que es la Constitución. Se han ampliado derechos, algunos de ellos después de un rico debate del que han participado amplios sectores de la ciudadanía y todas las expresiones de los factores de poder. Y la voluntad general, valga el uso de una expresión arraigada en 1853, ha sido inapelablemente favorable a esas ampliaciones.
En la última década, además, se han adoptado políticas públicas que expresan una concepción del Estado según la cual éste debe intervenir activamente en la economía y erigirse en garante real de los derechos de los más desprotegidos. Ellas también han contado con el masivo respaldo de las mayorías.
Hay, por otra parte, aspectos en los que es fácilmente perceptible la diferencia entre aquella sociedad argentina y la de hoy, aunque ninguna legislación se haya ocupado específicamente de ellos. Está claro, por ejemplo, que la población argentina ha dejado de ser desde hace tiempo exclusivamente católica. La aprobación social a la sanción de la ley de matrimonio igualitario no es más que una muestra de ello, aunque contundente. No es posible menos que preguntarse, entonces, qué razón hay para mantener la vigencia del artículo 2 de la Constitución, e impedir que el nuestro sea un estado genuinamente laico.
Aferrarse a la intangibilidad de la Constitución, en lugar de hacerla permeable a los cambios que produce la historia, lejos de defender su validez, la menoscaba, porque amenaza con transformarla en inoperante. En letra muerta, como escribió Lassalle.