El tamaño no es lo que importa
Gobernar es disponer de un aparato propio, de dinero y exposición en los medios, los ladrillos del poder. Y es participar, sea en una interna en una competencia. Pero no todo es tamaño en la política de este país.
Binner, Scioli, Macri, dueños de los tres grandes distritos del país.
Por José Natanson
El acuerdo de Roberto Lavagna con Néstor Kirchner, el desconcierto de los radicales y las declaraciones de Elisa Carrió proclamándose la única alternativa reactualizaron el debate acerca de los presidenciables y las opciones de la oposición. Se ha vuelto un lugar común decir que, además de Carrió, la oposición cuenta con dos o tres nombres de peso en las figuras de los administradores de tres de los grandes distritos del país: Mauricio Macri, jefe de Gobierno porteño y última esperanza del centroderecha; Hermes Binner, gobernador de Santa Fe y líder del socialismo moderado; y Daniel Scioli, el único que tiene la ventaja de poder jugar en ambas ligas, tanto del oficialismo como de la oposición.
La especulación es sensata. Gobernar Buenos Aires, la Capital o Santa Fe implica controlar un aparato estatal, con todo lo que ello implica en términos de dinero, personal, figuración mediática y otros recursos necesarios para mantener la iniciativa política y desplegar el poder más allá de las fronteras distritales. Todo esto es cierto. Sin embargo, si se mira la historia argentina reciente es fácil comprobar que los líderes políticos han salido tanto de los distritos grandes como de los más chicos y lejanos. Y no por casualidad, sino como resultado de una tendencia profunda hacia la creciente autonomía de algunas –aunque no todas– provincias, lo cual les permite a sus jefes políticos construir centros de poder y liderazgos relativamente autónomos –y en algunos casos hasta enfrentados– al poder central.
Es curioso, pero este fenómeno es en buena medida resultado de dos iniciativas lanzadas con objetivos muy distintos. La primera es la descentralización, uno de los ejes de las políticas neoliberales de los ’90, cuyo fin era potenciar –empoderar es el espantoso anglicismo utilizado en los libros– a las sociedades locales, con la idea, por otra parte muy razonable, de que el intendente conoce mejor que el presidente, o que un delegado suyo, los problemas de su entorno. Esto implicó una transferencia de responsabilidades, como el manejo de las escuelas y los hospitales, desde el ámbito nacional a los gobiernos provinciales y municipales. Sin embargo, el resultado casi nunca fue el fortalecimiento de las sociedades civiles locales, que en la mayoría de los casos sólo existían en los laboratorios almidonados del Banco Mundial, sino la potenciación de los astutos caudillos provinciales, que vieron la oportunidad de ganar poder y recursos y alambrar sus feudos frente a la injerencia de la Casa Rosada: el federalismo por otros medios.
La segunda iniciativa que contribuyó a potenciar los liderazgos de distrito es el Pacto de Olivos. De manera no deliberada, el acuerdo entre Menem y Alfonsín reequilibró la distribución de poder entre su sede natural –la llanura pampeana– y el interior del país: una cláusula centralista –la eliminación del Colegio Electoral y la elección directa del presidente– quedó compensada con el artículo 124, que saldó una vieja disputa reconociendo a las provincias la propiedad de los recursos naturales, lo cual, en términos más simples, significó muchísimo dinero para los gobernadores.
Así, una necesidad política coyuntural (el apoyo de las provincias petroleras a la reelección de Menem) terminó traduciéndose en millones de dólares en concepto de regalías hidrocarburíferas o minerales, que les permitieron a algunos mandatarios provinciales darse el lujo de enfrentar al poder central. El Kirchner de la segunda mitad de los ’90 es un buen ejemplo: seguramente Cristina no hubiera podido desafiar a Eduardo Menem en el Senado si su marido no hubiera conseguido antes los famosos 600 millones de dólares para poder blindar financieramente a su provincia. En este sentido profundo, el proyecto nacional de Kirchner es hijo del Pacto de Olivos.
Y no es el único. El salteño José Luis Romero, hoy derrotado y amparado por el calor del amplio campo oficialista, y el neuquino Jorge Sobisch, que terminó gastando más dinero por voto (25 pesos por sufragio según Poder Ciudadano) que cualquier otro candidato en las elecciones del año pasado, son buenos ejemplos de las posibilidades de algunos líderes de provincia. El caso de los Rodríguez Saá, jefes absolutos de lo que Jorge Asís define como “el Estado libre asociado de San Luis”, es aún más notable, pues su pequeño feudo carece de importantes recursos naturales, más allá de las bellezas de un paisaje mal reflejado en las pésimas películas que suelen filmarse por allí.
Otros mecanismos refuerzan el poder de los gobernadores. La posibilidad de convocar a elecciones provinciales desdobladas de las presidenciales les permite aprovechar el efecto arrastre de una buena candidatura nacional o neutralizarlo si el candidato no es taquillero, mientras que las reformas de las constituciones provinciales emprendidas en los últimos años habilitaron la reelección de casi todos los gobernadores (Corrientes, Entre Ríos y Mendoza son las únicas provincias que la prohíben) brindándoles un recurso adicional para mantenerse en el poder. En general, y a pesar de algunas decisiones del kirchnerismo como las retenciones, que constituyen una nueva y formidable fuente de recursos para el Estado nacional, los caciques comarcales gozan de un poder y una libertad de movimientos inéditos.
El tamaño, esa obsesión masculina, tiene una importancia relativa. También en política. En momentos de crisis, las provincias grandes tiemblan al compás de los sacudones nacionales, los saqueos comienzan en Rosario y se propagan a Buenos Aires, la sensación de inseguridad ataca al conurbano y la Capital, a Santa Fe o a Córdoba, pero casi nunca a Trelew o Cipolletti. Nadie queda totalmente al margen, pero los jefes políticos de algunos distritos pequeños logran sobrevivir a los momentos más difíciles apoyados en aparatos políticos sólidos y cajas provinciales comparativamente holgadas. Y también gracias a su propia astucia. Una anécdota, incluida en el libro de Pablo Abiad y Mariano Thieberger (Justicia Era Kirchner), cuenta que Domingo Cavallo, en su desesperación por evitar el colapso de diciembre del 2001, le sugirió a Kirchner que repatriara el dinero de Santa Cruz para hacerle un préstamo a Carlos Ruckauf para pagar los sueldos de los docentes bonaerenses. “Néstor, haceme caso, traé la guita de Santa Cruz, hacele un bono a Ruckauf y lo tenés agarrado de las pelotas”, dijo el ministro. “Mingo, si le presto esa plata a Ruckauf, el que me tiene agarrado de las bolas es él”, fue la respuesta de Kirchner.
En las elecciones presidenciales del 2003, los tres candidatos peronistas (Menem, Rodríguez Saá y Kirchner) eran o habían sido gobernadores de distritos relativamente chicos. Por motivos diferentes, ni Ruckauf ni José Manuel de la Sota ni Carlos Reutemann, todopoderosos jefes de grandes provincias, disputaron aquellos comicios. La maldición de la provincia de Buenos Aires, ninguno de cuyos gobernadores ha ganado una elección presidencial, se mantiene en pie. Aníbal Ibarra pintaba para vice K en el 2007 hasta que Cromañón se interpuso en su camino. Y no es casual, sino una consecuencia del riesgo inherente a gobernar un Estado con mayúsculas. Es que la política argentina es imprevisible y la economía, por mejor que luzca, nunca se mantiene controlada del todo. Y por eso las proyecciones presidenciales, aunque desde luego deben incluir a Macri, Binner y Scioli, también podrían contemplar a Fabiana Ríos y Miguel Saiz o, en el peronismo, a líderes fuertemente revalidados como Mario Das Neves y otros jóvenes y prometedores, como Juan Manuel Urtubey o Jorge Capitanich. La pregunta obvia –¿y a ese quién lo conoce?– tiene una respuesta simple: seguramente pocos, pero no más que los que conocían a Menem antes de que le ganara la interna a Cafiero, a Rodríguez Saá antes de que se convirtiera en presidente o a los Kirchner antes de que pegaran el salto desde los hielos de Santa Cruz.
Gobernar es disponer de un aparato propio, de dinero y exposición en los medios, los ladrillos del poder. Y es participar, sea en una interna en una competencia. Pero no todo es tamaño en la política de este país.
Binner, Scioli, Macri, dueños de los tres grandes distritos del país.
Por José Natanson
El acuerdo de Roberto Lavagna con Néstor Kirchner, el desconcierto de los radicales y las declaraciones de Elisa Carrió proclamándose la única alternativa reactualizaron el debate acerca de los presidenciables y las opciones de la oposición. Se ha vuelto un lugar común decir que, además de Carrió, la oposición cuenta con dos o tres nombres de peso en las figuras de los administradores de tres de los grandes distritos del país: Mauricio Macri, jefe de Gobierno porteño y última esperanza del centroderecha; Hermes Binner, gobernador de Santa Fe y líder del socialismo moderado; y Daniel Scioli, el único que tiene la ventaja de poder jugar en ambas ligas, tanto del oficialismo como de la oposición.
La especulación es sensata. Gobernar Buenos Aires, la Capital o Santa Fe implica controlar un aparato estatal, con todo lo que ello implica en términos de dinero, personal, figuración mediática y otros recursos necesarios para mantener la iniciativa política y desplegar el poder más allá de las fronteras distritales. Todo esto es cierto. Sin embargo, si se mira la historia argentina reciente es fácil comprobar que los líderes políticos han salido tanto de los distritos grandes como de los más chicos y lejanos. Y no por casualidad, sino como resultado de una tendencia profunda hacia la creciente autonomía de algunas –aunque no todas– provincias, lo cual les permite a sus jefes políticos construir centros de poder y liderazgos relativamente autónomos –y en algunos casos hasta enfrentados– al poder central.
Es curioso, pero este fenómeno es en buena medida resultado de dos iniciativas lanzadas con objetivos muy distintos. La primera es la descentralización, uno de los ejes de las políticas neoliberales de los ’90, cuyo fin era potenciar –empoderar es el espantoso anglicismo utilizado en los libros– a las sociedades locales, con la idea, por otra parte muy razonable, de que el intendente conoce mejor que el presidente, o que un delegado suyo, los problemas de su entorno. Esto implicó una transferencia de responsabilidades, como el manejo de las escuelas y los hospitales, desde el ámbito nacional a los gobiernos provinciales y municipales. Sin embargo, el resultado casi nunca fue el fortalecimiento de las sociedades civiles locales, que en la mayoría de los casos sólo existían en los laboratorios almidonados del Banco Mundial, sino la potenciación de los astutos caudillos provinciales, que vieron la oportunidad de ganar poder y recursos y alambrar sus feudos frente a la injerencia de la Casa Rosada: el federalismo por otros medios.
La segunda iniciativa que contribuyó a potenciar los liderazgos de distrito es el Pacto de Olivos. De manera no deliberada, el acuerdo entre Menem y Alfonsín reequilibró la distribución de poder entre su sede natural –la llanura pampeana– y el interior del país: una cláusula centralista –la eliminación del Colegio Electoral y la elección directa del presidente– quedó compensada con el artículo 124, que saldó una vieja disputa reconociendo a las provincias la propiedad de los recursos naturales, lo cual, en términos más simples, significó muchísimo dinero para los gobernadores.
Así, una necesidad política coyuntural (el apoyo de las provincias petroleras a la reelección de Menem) terminó traduciéndose en millones de dólares en concepto de regalías hidrocarburíferas o minerales, que les permitieron a algunos mandatarios provinciales darse el lujo de enfrentar al poder central. El Kirchner de la segunda mitad de los ’90 es un buen ejemplo: seguramente Cristina no hubiera podido desafiar a Eduardo Menem en el Senado si su marido no hubiera conseguido antes los famosos 600 millones de dólares para poder blindar financieramente a su provincia. En este sentido profundo, el proyecto nacional de Kirchner es hijo del Pacto de Olivos.
Y no es el único. El salteño José Luis Romero, hoy derrotado y amparado por el calor del amplio campo oficialista, y el neuquino Jorge Sobisch, que terminó gastando más dinero por voto (25 pesos por sufragio según Poder Ciudadano) que cualquier otro candidato en las elecciones del año pasado, son buenos ejemplos de las posibilidades de algunos líderes de provincia. El caso de los Rodríguez Saá, jefes absolutos de lo que Jorge Asís define como “el Estado libre asociado de San Luis”, es aún más notable, pues su pequeño feudo carece de importantes recursos naturales, más allá de las bellezas de un paisaje mal reflejado en las pésimas películas que suelen filmarse por allí.
Otros mecanismos refuerzan el poder de los gobernadores. La posibilidad de convocar a elecciones provinciales desdobladas de las presidenciales les permite aprovechar el efecto arrastre de una buena candidatura nacional o neutralizarlo si el candidato no es taquillero, mientras que las reformas de las constituciones provinciales emprendidas en los últimos años habilitaron la reelección de casi todos los gobernadores (Corrientes, Entre Ríos y Mendoza son las únicas provincias que la prohíben) brindándoles un recurso adicional para mantenerse en el poder. En general, y a pesar de algunas decisiones del kirchnerismo como las retenciones, que constituyen una nueva y formidable fuente de recursos para el Estado nacional, los caciques comarcales gozan de un poder y una libertad de movimientos inéditos.
El tamaño, esa obsesión masculina, tiene una importancia relativa. También en política. En momentos de crisis, las provincias grandes tiemblan al compás de los sacudones nacionales, los saqueos comienzan en Rosario y se propagan a Buenos Aires, la sensación de inseguridad ataca al conurbano y la Capital, a Santa Fe o a Córdoba, pero casi nunca a Trelew o Cipolletti. Nadie queda totalmente al margen, pero los jefes políticos de algunos distritos pequeños logran sobrevivir a los momentos más difíciles apoyados en aparatos políticos sólidos y cajas provinciales comparativamente holgadas. Y también gracias a su propia astucia. Una anécdota, incluida en el libro de Pablo Abiad y Mariano Thieberger (Justicia Era Kirchner), cuenta que Domingo Cavallo, en su desesperación por evitar el colapso de diciembre del 2001, le sugirió a Kirchner que repatriara el dinero de Santa Cruz para hacerle un préstamo a Carlos Ruckauf para pagar los sueldos de los docentes bonaerenses. “Néstor, haceme caso, traé la guita de Santa Cruz, hacele un bono a Ruckauf y lo tenés agarrado de las pelotas”, dijo el ministro. “Mingo, si le presto esa plata a Ruckauf, el que me tiene agarrado de las bolas es él”, fue la respuesta de Kirchner.
En las elecciones presidenciales del 2003, los tres candidatos peronistas (Menem, Rodríguez Saá y Kirchner) eran o habían sido gobernadores de distritos relativamente chicos. Por motivos diferentes, ni Ruckauf ni José Manuel de la Sota ni Carlos Reutemann, todopoderosos jefes de grandes provincias, disputaron aquellos comicios. La maldición de la provincia de Buenos Aires, ninguno de cuyos gobernadores ha ganado una elección presidencial, se mantiene en pie. Aníbal Ibarra pintaba para vice K en el 2007 hasta que Cromañón se interpuso en su camino. Y no es casual, sino una consecuencia del riesgo inherente a gobernar un Estado con mayúsculas. Es que la política argentina es imprevisible y la economía, por mejor que luzca, nunca se mantiene controlada del todo. Y por eso las proyecciones presidenciales, aunque desde luego deben incluir a Macri, Binner y Scioli, también podrían contemplar a Fabiana Ríos y Miguel Saiz o, en el peronismo, a líderes fuertemente revalidados como Mario Das Neves y otros jóvenes y prometedores, como Juan Manuel Urtubey o Jorge Capitanich. La pregunta obvia –¿y a ese quién lo conoce?– tiene una respuesta simple: seguramente pocos, pero no más que los que conocían a Menem antes de que le ganara la interna a Cafiero, a Rodríguez Saá antes de que se convirtiera en presidente o a los Kirchner antes de que pegaran el salto desde los hielos de Santa Cruz.