En materia de derechos humanos, las conquistas logradas en diez años de kirchnerismo son muchas. El jueves pasado, sin ir más lejos, la muerte de un dictador en la cárcel las puso en evidencia con la fuerza de un símbolo. Tampoco son menores los avances registrados en lo que se refiere a la ampliación de derechos ciudadanos y a la inclusión social, aunque en este último aspecto la deuda con los más desvalidos de nuestra sociedad siga siendo muy grande. Sin embargo, es otra la faceta en la que quiero poner énfasis en este balance.
Hace diez años, el país estaba vacío de política, en la misma medida en que ella estaba vacía de militantes. Los casi treinta años que habían transcurrido desde el inicio de la última dictadura cívico-militar, atravesados por la aplicación casi constante de la ortodoxia económica neoliberal elevada a la categoría de pensamiento único, habían transformado a la actividad política en una mera administradora de los intereses del capital más concentrado.
Después de los primeros años desde el inicio de la democracia en 1983, ya no hubo militantes políticos -con excepción de los que subsistían en minoritarias expresiones de izquierda-, sino apenas “operadores” dedicados a tramar relaciones serviles con los poderes fácticos y a urdir listas electorales. Acostumbrada a que la política fuera solamente eso, la ciudadanía, y en particular la juventud, pareció declararla desierta, y se alejó de ella.
El 25 de mayo de 2003, Néstor Kirchner asumió la presidencia y dio un discurso repleto de novedades históricas. Entre muchas cosas, dijo que no iba a confundir gobernabilidad con impunidad, que el Estado estaba para poner igualdad allí donde el mercado ponía exclusión,y que la eliminación de la pobreza era una cuestión de políticas.
De cualquier modo, a unos escépticos curtidos como eran, con pleno derecho, los argentinos, no les costaba nada pensar que sólo se trataba de palabras de ocasión. Pero poco a poco fue quedando claro que había que rendirse ante las evidencias. Kirchner empezó a hacer política, a poner los derechos y los intereses de las mayorías por encima de los de las corporaciones y de los acreedores externos, y puso en marcha un proceso de cambios progresivos que continúa ahora con la conducción de Cristina Fernández de Kirchner.
Ese formidable viraje no tuvo efectos sólo sobre aspectos específicos de la realidad. También tuvo uno muy profundo sobre las conciencias de miles y miles de ciudadanos que percibieron el renacimiento de la política, a la que empezaron a vislumbrar como un medio eficaz para generar transformaciones en la sociedad y en las vidas individuales. La inolvidable movilización espontánea que se desató con el duelo popular por la muerte de Néstor, en octubre de 2010, puso en negro sobre blanco la dimensión de un cambio que ya se había podido entrever desde hacía algún tiempo: con los jóvenes a la vanguardia, las calles se llenaron de multitudes que habían hecho de la participación política un motivo de entusiasmo y de orgullo.
Ese, el del regreso de la política, el del regreso de la militancia como prácticas imprescindibles para empujar los cambios, para combatir injusticias y desigualdades, es un logro inseparable de diez años de kirchnerismo. Un legado del que podemos esperar mucho los que apostamos a seguir adelante en la larga tarea de construir la igualdad social.
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