El 10 de diciembre de 1983 se "inauguró" la democracia
El diputado socialista en el Frente para la Victoria advierte sobre las características del proceso democrático abierto en 1983 y las carencias heredadas.
Escribe Jorge Rivas (*)
Hace treinta años, nuestro país conquistó la democracia. Solemos hablar de "recuperación", y es ese un término que el uso ya ha impuesto. Sin embargo, me atrevo a sugerir que sería más justo hablar de "inauguración". Nuestra historia anterior está llena, no solo de golpes de Estado sino también de largos años de proscripción de los partidos populares, de persecución a sus militantes, de fraudes electorales. No hubo nunca, por cierto, treinta años continuados de gobiernos constitucionales elegidos limpiamente, de vigencia de los derechos políticos, de libertades públicas.
Es verdad, sin embargo, que la democratización de 1983 puso fin al período más aciago de nuestra historia: los años del Terrorismo de Estado, en los que los argentinos fuimos privados de todo derecho, empezando por el derecho a la vida. Secuestros, tortura, asesinatos, robo de niños, ejecutados todos por el propio Estado, hundieron a nuestra sociedad en el pozo más profundo. De allí la intensa revaloración de los derechos que habían tenido una vigencia aunque fuera parcial en la Argentina anterior a 1976. Por eso vivimos como recuperación lo que en realidad era el inicio de la democracia. Desde la perspectiva de hoy, podemos ver con claridad las diferencias.
Esa democracia instalada en 1983 estaba atravesada, sin embargo, por carencias profundas. El mismo gobierno que dio el extraordinario paso de enjuiciar a los máximos jefes de la última dictadura, retrocedió después para sancionar las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida. Sus integrantes procedieron así, según alegan, con la intención de proteger un bien mayor, precisamente esa democracia, a la que juzgaban en peligro.
Como sea, durante más de un cuarto de siglo nuestro país fue un territorio alambrado para la justicia, una especie de madriguera en la que se guarecían terroristas de Estado perseguidos penalmente en otros lugares del mundo, por crímenes cometidos aquí, contra nuestro pueblo. No tenían que fugarse a ninguna parte para estar a salvo de la justicia, porque gozaban de impunidad en la escena del crimen. Era esa una pesada mochila para la democracia.
La corporación militar había presionado y amenazado con las armas en la mano hasta conseguir la impunidad para el grueso de los culpables. Pero así como los argentinos decimos cada vez con mayor claridad que la dictadura no fue solo obra de los militares, sino también de algunos de los sectores más poderosos de la sociedad civil, tenemos que decir otra cosa con claridad: la impunidad legal también fue patrocinada por los grandes grupos económicos y por lo más reaccionario de la clase dominante. Se trataba de mantener a salvo a la mano de obra sucia, de tenerla disponible para actuar de nuevo si las circunstancias lo exigían. Para todos ellos, la democracia era un mal que no habían podido evitar
Hubo en nuestro país, entonces, una larga lucha popular por la memoria y la justicia. Por una auténtica democracia, en definitiva. En ella cumplieron un rol preponderante los familiares de las víctimas, las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, y otros organismos de defensa de los derechos humanos. Pero también tomaron parte activa de ella, infatigablemente, miles y miles de luchadores políticos y sociales, trabajadores, intelectuales, artistas populares. Así lo atestiguan las movilizaciones multitudinarias, innumerables publicaciones, canciones, películas.
Lo más genuinamente democrático de nuestra sociedad puso durante quince años el cuerpo y la mente en una causa inspirada por la más pura vocación de justicia. Esa vocación se estrelló, lo sabemos, contra el poder político, que durante el gobierno de Carlos Menem llegó a indultar a los pocos que habían sido condenados o procesados en los primeros años de la democracia. Pero esa militancia pudo desarrollarse gracias, precisamente, a que estaban garantizadas las libertades democráticas.
La última dictadura, sin embargo, había dejado otras secuelas, que se profundizaron, durante el lapso en que se aplicaron en el país las políticas económicas del Consenso de Washington: pobreza, indigencia, desempleo, profundas carencias en materia de educación pública, de salud, retroceso en los derechos laborales, un estado desmantelado y ausente. Así fue como llegamos a ese fondo del pozo económico y social que representó diciembre de 2001.
Con esa catástrofe pesando todavía sobre nuestra sociedad, se inició el gobierno de Néstor Kirchner, que ya en su discurso de asunción anunció el cambio que en efecto iba a sobrevenir. Hay que decir que la nueva época política que se puso en marcha en ese 2003 proporcionó finalmente el clima político propicio para que se anularan las leyes que protegían a los terroristas de Estado y se abriera paso a la justicia.
Como sabemos, el fin de esa mochila que pesaba sobre nuestra democracia estuvo lejos de ser el único cambio traído por ese proceso, que todavía está en marcha. Por el contrario, se han generado notables avances en diversos campos, y es difícil agotar la nómina de los derechos que se han ampliado. La economía del país ha crecido, a despecho de los embates de la crisis global del capitalismo, y lo ha hecho con inclusión social: todos los índices que convierten en estadísticas el padecimiento de las clases populares, se han reducido drásticamente en los últimos diez años.
Personalmente, creo que el ideal de profundización y consolidación de la democracia es inseparable de la aspiración a la igualdad social. En eso está la democracia argentina, en este trigésimo aniversario. Sería una necedad no decir que lo que falta es mucho más que lo que se ha hecho, y que los escollos son enormes. Pero estamos en el camino. Si insistimos en él, podremos mirar el futuro con optimismo.
(*) Jorge Rivas es diputado nacional socialista en el Frente para la Victoria
Hace treinta años, nuestro país conquistó la democracia. Solemos hablar de "recuperación", y es ese un término que el uso ya ha impuesto. Sin embargo, me atrevo a sugerir que sería más justo hablar de "inauguración". Nuestra historia anterior está llena, no solo de golpes de Estado sino también de largos años de proscripción de los partidos populares, de persecución a sus militantes, de fraudes electorales. No hubo nunca, por cierto, treinta años continuados de gobiernos constitucionales elegidos limpiamente, de vigencia de los derechos políticos, de libertades públicas.
Es verdad, sin embargo, que la democratización de 1983 puso fin al período más aciago de nuestra historia: los años del Terrorismo de Estado, en los que los argentinos fuimos privados de todo derecho, empezando por el derecho a la vida. Secuestros, tortura, asesinatos, robo de niños, ejecutados todos por el propio Estado, hundieron a nuestra sociedad en el pozo más profundo. De allí la intensa revaloración de los derechos que habían tenido una vigencia aunque fuera parcial en la Argentina anterior a 1976. Por eso vivimos como recuperación lo que en realidad era el inicio de la democracia. Desde la perspectiva de hoy, podemos ver con claridad las diferencias.
Esa democracia instalada en 1983 estaba atravesada, sin embargo, por carencias profundas. El mismo gobierno que dio el extraordinario paso de enjuiciar a los máximos jefes de la última dictadura, retrocedió después para sancionar las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida. Sus integrantes procedieron así, según alegan, con la intención de proteger un bien mayor, precisamente esa democracia, a la que juzgaban en peligro.
Como sea, durante más de un cuarto de siglo nuestro país fue un territorio alambrado para la justicia, una especie de madriguera en la que se guarecían terroristas de Estado perseguidos penalmente en otros lugares del mundo, por crímenes cometidos aquí, contra nuestro pueblo. No tenían que fugarse a ninguna parte para estar a salvo de la justicia, porque gozaban de impunidad en la escena del crimen. Era esa una pesada mochila para la democracia.
La corporación militar había presionado y amenazado con las armas en la mano hasta conseguir la impunidad para el grueso de los culpables. Pero así como los argentinos decimos cada vez con mayor claridad que la dictadura no fue solo obra de los militares, sino también de algunos de los sectores más poderosos de la sociedad civil, tenemos que decir otra cosa con claridad: la impunidad legal también fue patrocinada por los grandes grupos económicos y por lo más reaccionario de la clase dominante. Se trataba de mantener a salvo a la mano de obra sucia, de tenerla disponible para actuar de nuevo si las circunstancias lo exigían. Para todos ellos, la democracia era un mal que no habían podido evitar
Hubo en nuestro país, entonces, una larga lucha popular por la memoria y la justicia. Por una auténtica democracia, en definitiva. En ella cumplieron un rol preponderante los familiares de las víctimas, las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, y otros organismos de defensa de los derechos humanos. Pero también tomaron parte activa de ella, infatigablemente, miles y miles de luchadores políticos y sociales, trabajadores, intelectuales, artistas populares. Así lo atestiguan las movilizaciones multitudinarias, innumerables publicaciones, canciones, películas.
Lo más genuinamente democrático de nuestra sociedad puso durante quince años el cuerpo y la mente en una causa inspirada por la más pura vocación de justicia. Esa vocación se estrelló, lo sabemos, contra el poder político, que durante el gobierno de Carlos Menem llegó a indultar a los pocos que habían sido condenados o procesados en los primeros años de la democracia. Pero esa militancia pudo desarrollarse gracias, precisamente, a que estaban garantizadas las libertades democráticas.
La última dictadura, sin embargo, había dejado otras secuelas, que se profundizaron, durante el lapso en que se aplicaron en el país las políticas económicas del Consenso de Washington: pobreza, indigencia, desempleo, profundas carencias en materia de educación pública, de salud, retroceso en los derechos laborales, un estado desmantelado y ausente. Así fue como llegamos a ese fondo del pozo económico y social que representó diciembre de 2001.
Con esa catástrofe pesando todavía sobre nuestra sociedad, se inició el gobierno de Néstor Kirchner, que ya en su discurso de asunción anunció el cambio que en efecto iba a sobrevenir. Hay que decir que la nueva época política que se puso en marcha en ese 2003 proporcionó finalmente el clima político propicio para que se anularan las leyes que protegían a los terroristas de Estado y se abriera paso a la justicia.
Como sabemos, el fin de esa mochila que pesaba sobre nuestra democracia estuvo lejos de ser el único cambio traído por ese proceso, que todavía está en marcha. Por el contrario, se han generado notables avances en diversos campos, y es difícil agotar la nómina de los derechos que se han ampliado. La economía del país ha crecido, a despecho de los embates de la crisis global del capitalismo, y lo ha hecho con inclusión social: todos los índices que convierten en estadísticas el padecimiento de las clases populares, se han reducido drásticamente en los últimos diez años.
Personalmente, creo que el ideal de profundización y consolidación de la democracia es inseparable de la aspiración a la igualdad social. En eso está la democracia argentina, en este trigésimo aniversario. Sería una necedad no decir que lo que falta es mucho más que lo que se ha hecho, y que los escollos son enormes. Pero estamos en el camino. Si insistimos en él, podremos mirar el futuro con optimismo.
(*) Jorge Rivas es diputado nacional socialista en el Frente para la Victoria
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