Las constituciones no son
declaraciones abstractas, sino mandatos imperativos. Ferdinand Lassalle
escribió a mediados del siglo XIX, un momento en el que la organización de los
estados estaba en el centro de la reflexión política, que ellas deben reflejar la
realidad de las relaciones de poder existente en un país, y que si no ocurre
así son letra muerta.
En tal sentido, no me parece razonable
que la parte dogmática de nuestra Constitución, a excepción del agregado del
artículo 14 bis, se mantenga inalterable desde 1853. No solo porque la Argentina del siglo
XXI nada tiene que ver con la de hace más de ciento cincuenta años, sino porque
desde su sanción por los grupos dominantes de la época ha sido un límite de
hierro cada vez que se pretendió avanzar sobre los privilegios y las
desigualdades.
Durante un proceso de cambios
políticos y sociales avalado por las mayorías, una constitución que no se adapta
a esos cambios queda por detrás de la historia que ella misma debe ordenar
desde el punto de vista jurídico. No consagrar los nuevos derechos, o mantener
para el estado una estructura que fue válida cuando se la redactó y se la
sancionó, pero no ahora, la convierte en un instrumento anacrónico.
Por eso soy partidario de que las
múltiples reformas legislativas que se produjeron en nuestro país desde el 2003
en adelante se reflejen en nuestro ordenamiento institucional básico, que es la Constitución. Se han
ampliado derechos, algunos de ellos después de un rico debate del que han
participado amplios sectores de la ciudadanía y todas las expresiones de los
factores de poder. Y la voluntad general, valga el uso de una expresión
arraigada en 1853, ha
sido inapelablemente favorable a esas ampliaciones.
En la última década, además, se han
adoptado políticas públicas que expresan una concepción del Estado según la
cual éste debe intervenir activamente en la economía y erigirse en garante real
de los derechos de los más desprotegidos. Ellas también han contado con el
masivo respaldo de las mayorías.
Hay, por otra parte, aspectos en los
que es fácilmente perceptible la diferencia entre aquella sociedad argentina y
la de hoy, aunque ninguna legislación se haya ocupado específicamente de ellos.
Está claro, por ejemplo, que la población argentina ha dejado de ser desde hace
tiempo exclusivamente católica. La aprobación social a la sanción de la ley de
matrimonio igualitario no es más que una muestra de ello, aunque contundente.
No es posible menos que preguntarse, entonces, qué razón hay para mantener la
vigencia del artículo 2 de la
Constitución , e impedir que el nuestro sea un estado
genuinamente laico.
Aferrarse a la intangibilidad de la Constitución , en
lugar de hacerla permeable a los cambios que produce la historia, lejos de
defender su validez, la menoscaba, porque amenaza con transformarla en
inoperante. En letra muerta, como escribió Lassalle.